15 abr 2013

¿Cadena perpetua?

No me había enterado del caso de David Reboredo hasta ahora, pero resulta tremedamente explicativo de la situación en la que se encuentran muchos de las personas con toxicomanía que desde los años 80 han visto como su lucha por salir adelante se veía truncada por mil y una dificultades, algunas de ellas generadas desde el propio sistema generado en torno al tema de las drogas.

Muchas veces hablamos de los Determinantes Sociales de la Salud a través de ejemplos lejanos o abstrayendo situaciones. Por eso creo que merece la pena copiar tal cual este artículo aparecido en eldiario.es y que tan bien refleja como la "enfermedad" de tantos es generada por la respuesta del sistema a su situación:

La máquina de encarcelar a miles de David Reboredo



Repudiados. Discriminados. Señalados. Perseguidos. Finalmente encarcelados. Arrastran un estigma, manchas imborrables en su pasado, que para muchos todavía es presente. No parece existir para ellos redención social. Sólo una lucha incesante contra sus propios fantasmas. Un subterfugio hacia la libertad. “Siempre seremos mirados como ex drogadictos y ex presos. Da igual el tiempo que lleves sin consumir o en libertad. ¿Nunca nos los perdonarán?”, se pregunta con acritud Víctor, 11 años de condena por trapichear, ahora en proceso de deshabituación.

Uno de tantos, uno entre miles, otro anónimo que pagó un alto precio por engancharse a la heroína en la adolescencia. Olvidados después de los caóticos años 80, cuando el 'caballo' irrumpió sin compasión en Vigo, sobreviven hoy entre la indiferencia y el rechazo generalizado. Hasta que uno de tantos, uno entre miles, les devolvió la voz que nunca tuvieron u otros no quisieron escuchar. David Reboredo, con su encarcelamiento, destapó el manto de silencio.

Sin quererlo, buscando su propia libertad, su caso puso al descubierto las deficiencias de un sistema que castiga con dureza al “último eslabón de la cadena”, como reconoció el mismo Tribunal Supremo. Que priva de libertad a quienes tratan de salir de su prisión personal. Buena parte de ellos sin hogar, durmiendo en choupanos o al raso, enfermos, marginados, malviven en la pobreza severa, sin diminutivos.


Una ley inflexible que abarrota las cárceles
 
La causa de Reboredo es una sentencia escrita en numerosas, demasiadas, ocasiones. Historias que hablan de persecución y acoso policial, de una justicia rigurosa y desproporcionada, denuncian quienes lo sufren. Una máquina “engrasada” que sentencia y encarcela a merced de una legislación inflexible, consideran sus defensores. “Son los olvidados del sistema penal”, apunta la letrada Esther Lora, que defiende a menudo estos casos. 


Todos señalan al artículo 368 del Código Penal como la raíz, el fondo de esta problemática, el argumento jurídico que sostiene la trama. La ley que castiga el tráfico de drogas, los delitos contra la salud pública, se demuestra implacable con el pequeño menudeo entre consumidores. Una práctica habitual, fruto de la necesidad. “Eres un esclavo de la droga. ¿Qué puedes hacer?”, me inquiere Pablo, totalmente reinsertado desde hace seis años tras media vida 'enganchado'. 


¿Es un traficante aquel que intercambia o pasa una papelina para paliar el “deseo irreprimible de procurarse su dosis”?, se cuestiona Antón Bouzas, terapeuta, uno de los hombres que más años lleva luchando contras las “patologías adictivas”, para que estos enfermos aspiren a una segunda vida. La respuesta es sencilla: sí, en la teoría, por supuesto, según dicta la realidad. Las cifras hablan solas. 


De los 73.000 reclusos actuales en España, más del 70% están encarcelados por tráfico de drogas y robos relacionados con el consumo de sustancias estupefacientes. "Las prisiones españolas están llenas de pobres, enfermos y drogadictos. La cárcel se está convirtiendo en el único recurso asistencial y esa no es su función", reconocía Mercedes Gallizo cuando era secretaria general de Instituciones Penitenciarias.


Un blanco fácil para la Policía
 
Todo empieza en la calle, el lugar a donde les empuja su adicción. “Llega un momento en que tu vida se desmorona. Lo pierdes todo y te apartas. Te das cuenta de que no formas parte de la sociedad y te ves durmiendo en una esquina. Prefieres eso a volver a casa y seguir haciéndole daño a tu familia”, recuerda Pablo. “A partir de ahí empiezas a vivir en una bola de nieve. Te despiertas y te acuestas cada día pensando en conseguir tu dosis, de dónde vas a sacar la 'pasta' para comprarla”.


Obligados a buscarse la vida en la calle, encuentran en los pequeños hurtos y en el menudeo la única fuente de ingresos para acallar el 'mono'. Se convierten así en sospechosos habituales de las autoridades. Fichados y vigilados, son un blanco fácil. Chivos expiatorios de los conocidos como puntos calientes del tráfico de drogas. 


“Siempre justifican que les siguen para subir escalafones, pero en realidad siempre detienen a los mismos, a los que están más abajo”, aclara Esther Lora. Dos unidades son las encargadas de “limpiar las calles” de Vigo de drogodependientes. La Unidad de Drogas y Crimen Organizado (Udyco) y la Unidad de Prevención y Riesgo (UPR), ambas de la Policía Nacional.


Conocen sus pasos, sus rutinas, sus necesidades, sus debilidades, sus caras, sus nombres. “La Policía te busca para sacarte del medio. Molestas. Además somos una mina de oro, cada detención suma puntos para obtener un galón”, critica Pablo. “Lo tienen muy fácil, no necesitan investigar, saben por dónde andas y ya te están esperando”.


Identificados por su pasado
 
Casi a diario son cacheados y registrados, en numerosas ocasiones sin indicios delictivos ni de desorden público (como marca la ley de Seguridad Ciudadana 1/92), aseguran las víctimas, que acaban habitualmente con sus huesos en el calabozo de comisaría. Acumulan de esta forma un largo historial policial que, aunque no sea imputable penalmente, mancha su credibilidad, inexistente casi por la discriminación que sufren.


“Si sabemos que pueden tener algo encima no podemos mirar hacia otro lado. Hacemos nuestro trabajo”, se defiende un policía de calle que prefiere mantener el anonimato. Sin embargo, del otro lado de la barrera, las víctimas dibujan un escenario radicalmente opuesto. “Me cogieron dos veces haciendo un pase en el mismo mes, por los que fui condenado a seis años, y eran los mismos agentes, en la denuncia consta el mismo número de placa”, recuerda Víctor. 


Una represión que denuncian, uno a uno, los personajes de este relato. Todos han tenido problemas con la justicia, sentencias por las que pagaron en el pasado, pero cuyo calvario continúa. “Había tres que me tenían entre ceja y ceja. Cada vez que me veían me paraban. Incluso después de salir de la cárcel, después de no verme durante años y estar limpio, me seguían registrando”, añade Pablo, que sólo aspira ahora a recuperar el tiempo perdido con sus hijas.


La pregunta sonroja. ¿Puede identificarse a un ciudadano por su aspecto, por su condición, por su enfermedad, por su pasado? “Tener mala pinta por ahora no es delito”, advierte Lora, que denuncia que “la Policía trata de justificar los registros con alertas de vecinos que muchas veces no existen. Son acosados. Pero nadie se plantea que sea un ataque a su dignidad, una estigmatización, ni que roce la ilegalidad”. 


Presuntos culpables sin posibilidad de defenderse
 
Detención trás de detención, es cuestión de tiempo que sean llevados ante la justicia. Su destino habitual, la temida sección quinta de la Audiencia Provincial de Pontevedra, donde se juzgan los casos de tráfico de heroína, considerada como droga dura por la legislación, castigada con prisión de tres a seis años. 


La mayoría de los acusados saben que, una vez en el banquillo, sus posibilidades son mínimas. O acceden a un acuerdo, para ahorrarse el proceso, o este le será impuesto en sala, certifican varios abogados. “Parten condenados. La presunción de inocencia se invierte en su caso. Son presuntos culpables”, afirma taxativa Esther Lora. El proceso es un calco para todos las causas. 


La Fiscalía pide para ellos una pena superior a la que finalmente les será impuesta. “En casi un 100% de los casos se les aplicará en las conclusiones definitivas el atenuante de consumidor, por lo que los fiscales buscan tener margen para negociar en el juicio oral. Pero en el escrito de acusación nunca lo aprecian. Así el juez siempre se mueve entre tres y cuatro años y medio de condena”, explica la letrada.


Palabra de policía
 
Llega la vista oral, que muchos sienten que se trata de un mero trámite. “La sentencia está hecha y siempre argumentan las mismas cuestiones. Desarraigo familiar, aunque la tengas, que eres problemático... No vale nada de lo que digas. El policía declara que te ha visto intercambiar lo que parece ser droga por dinero y listo. Su palabra es definitiva”, cuenta Víctor con indignación. 


Sus defensores buscan desmontar en el juicio las versiones policiales. Sin éxito. Las lagunas en el proceso pericial, que tumbarían otros casos, pasan inadvertidas cuando se trata de toxicómanos. “La cadena de custodia no se cumple a veces. En general, el nivel de permisividad es muy alto. Nunca van a reconocer que los perdieron de vista, por ejemplo”, insiste Lora. “Puedo llevar diez testigos, que no sean consumidores, claro, porque su credibilidad es nula, y siempre valdrá más lo que dice el policía”. 


Las pruebas aportadas por los agentes demuestran el grado de arbitrariedad en estos procesos, lo que en argot policial se conocen como “signos externos”: les faltan dientes, hablan mal, están sucios... Una de las “pruebas definitivas” de que se dedican al trapicheo es que porten billetes arrugados que, por extravagante que resulte, consta en sentencias judiciales. Argumentos que son llevados a juicio para evidenciar que son “profesionales” de la venta de droga.


El testimonio, la presunción de veracidad de un agente, es suficiente. “Cuando se trata de pases de droga es casi imposible la absolución. La única posibilidad de defensa es demostrar que se trataba de un consumo compartido (no penado) pero es muy complicado”. El juez dictará sentencia de cárcel, en virtud del artículo 368 del Código Penal, en la práctica totalidad de los casos. Según los abogados y defensores, ahí radica la fuente de estas penas abusivas.


Despenalizar el menudeo entre consumidores
 
La reforma de 2010, acogida con entusiasmo por los juristas, se ha convertido en la práctica en papel mojado. La clausula iba destinada a evitar “el rigor de la norma en el tráfico al pormenor con fines de autofinanciación, en los que el drogadicto se vea compelido a la venta ilegal, apremiado por la urgencia de su necesidad”, en palabras de Fernando Sequeros Sazatornil, fiscal del Supremo. 


En Pontevedra, este tipo atenuado, facultad discreccional del magistrado, apenas se ha visto reflejado en la realidad. "Los jueces no pueden encerrarse en interpretaciones rigurosas y maximalistas de la ley. Si no tiene que recurrirse al indulto para hacer justicia", comenta Guillermo Presa, abogado entre otros de David Reboredo.


Por este motivo, el programa grupo de autopoyo Imán-Cedro, con Antón Bouzas como coordinador y apoyado por un equipo de juristas, busca una reforma en profundidad de la norma. El borrador que han elaborado pide que “se despenalice, dejando fuera de todo castigo, la venta, entrega, intercambio de cualquier droga en pequeñas cantidades entre consumidores”.


Una ambición que se encuentra con serios obstáculos. La propuesta fue transmitida en una reunión a puerta cerrada (a la que tuve acceso) con el portavoz de la Comisión de Justicia del Gobierno, Jaime de Olano, junto a otros diputados y miembros del PP. Estas fueron algunas de sus respuestas: “No es fácil, es un tema delicado”, “la reciente reforma ya recoge vuestras ideas”, “puede servir de coladero a quien se dedica al tráfico”, “en materia de drogas nos equiparamos a las directivas europeas”...


La cárcel, un obstáculo para su proceso terapéutico 
 
A pesar de ello, terapeutas y abogados insisten en sus argumentos. Primero, que con estas conductas no existe una verdadera lesión o ataque a la salud pública, ni tampoco hacia la persona receptora, pues con la entrega se consigue aplacar un síntoma de la enfermedad. Y, especialmente, que castigar con prisión a los consumidores trunca los procesos terapéuticos.


Un largo y costoso camino para ellos, pero la única posibilidad real de reinsertarse, objetivo principal de la prisión, tal y como se recoge en el artículo 25.2 de la Constitución. Y es que sólo el 20% de los presos recibe tratamiento para la desintoxicación en España, según cifras de la Fundación Atenea, cuando el 80% de ellos ingresa en prisión siendo consumidor. 


No se trata de una petición novedosa, pues existen estudios que lo corroboran. Por ejemplo en Francia, donde terapeutas y juristas trabajan desde hace 30 años para encontrar un equilibrio. Los abogados José Luis Cuesta e Isidoro Blanco van más allá. En un trabajo titulado ¿Es imposible la normalización de la droga? aseguran que la criminalización y persecución de los consumidores “no reduce el consumo ilegal y que el esfuerzo estatal debería dirigirse a mejorar el tratamiento de estas víctimas de una política represiva”.


Una oportunidad a cambio de abstinencia
 
La justicia se sacude las responsabilidades y aplica la ley en su versión más punitiva. No obstante, cuando se trata de la primera condena, los magistrados suelen “dar una oportunidad” a los drogodependientes dejando en suspenso su entrada en prisión. Con dos condiciones: que no reincidan y que estén bajo tratamiento, que en realidad se interpreta erróneamente como mantenerse abstinente. Si les detectan más de un consumo durante varios años, se dicta un auto de revocación inmediato y su entrada en prisión es inapelable.


Lo que vendría a ser de facto una pena por consumir, que no está castigada en la legislación. Los condenados deben someterse a exámenes forenses de pelo cada tres o seis meses, mientras que los informes semanales de los centros de drogodependencia “sólo se admiten cuando son positivos”, cuenta Lora, “porque los jueces creen que tratan de engañarles y ocultar las recaídas”. Víctor lo confirma. “Puedes tener decenas de resultados limpios que como tengas uno positivo estás jodido”.


Recaídas que forman parte de su adicción. “Los consumos casuales no significan que los pacientes vuelvan a su situación inicial, ya no sufren el síndrome de abstinencia, en muchos casos reafirma su determinación para abandonar las drogas”, explica Antón Bouzas. Un momento de debilidad, un tropiezo, que no supone una vuelta al pasado. Pero los jueces no lo aceptan. 


“Te dicen, oye, algunos consiguen mantenerse abstinentes, no es imposible”, recuerda la abogada. Reconoce además que el argumento estrella entre los magistrados y fiscales es “ya estoy harto, le he dado miles de oportunidades y no las aprovecha, está siempre aquí”. A lo que se unen los prejuicios más extendidos: “molestan, son pobres, maleducados, no van a salir nunca”. 


Sin embargo, Lora reconoce que “cuanto más reincidente eres, más años llevas consumiendo, es directamente proporcional”. Los datos son nuevamente esclarecedores. Ocho de cada diez personas que han ingresado en la cárcel con entre 20 y 30 años lo volverá a hacer como mínimo cuatro veces más a lo largo de su vida. Una puerta giratoria que les excluye de la sociedad.


Ellos no se lamentan, pero una vez que hablan, lo hacen como si llevarán toda una vida callados. Y no viven ajenos a la actualidad. “Ves que hay un montón de corruptos que no van a la cárcel, que pillan a narcos con un montón de toneladas, o que son amigos de políticos, pero pagan y no entran”, recuerda alguno cada jueves en la reunión semanal de terapia del grupo Imán, donde participa también Reboredo. 


¿Y después qué?
 
“Sales y te ves tirado en la calle, has perdido a tu familia, a tus hijos, a tus amigos, todo. No tienes dinero, ni casa, ni un lugar dónde ir. Te encuentras perdido. ¿Cómo empiezas de nuevo, cómo te levantas?”, se pregunta Pablo. Cuando salen de prisión, el mundo se les viene encima. Sin recursos, sin trabajo y con el peso de su pasado a cuestas, la mayoría tendrán que esperar dos meses para cobrar el subsidio para ex convictos, algo más de 400 euros. Sus alternativas se reducen.


O volver a la calle, dormir en un cajero o pedir refugio en el único albergue municipal, de 28 plazas, donde pueden pasar diez días. Cuando llega la noche número once deberán irse, aunque haya camas libres, y esperar diez días. Los centros privados de drogodependencia les ofrecen otra salida provisional, pisos de acogida, donde les cobran parte de sus pocos recursos para costear la estancia. 


“Si tienes que pensar donde dormir, comer, no tienes donde darte una ducha... ¿Cómo vamos a encontrar trabajo?”, se cuestiona preocupado Miguel. Muchos sienten que la realidad les empuja a cometer viejos errores. Otros sufren además las secuelas físicas de la drogadicción, como el VIH o la hepatitis.


“La reinserción real, salir de la pobreza severa y cubrir sus necesidades básicas sigue siendo una asignatura pendiente en la definitiva rehabilitación de las personas con patologías adictivas”, explica Antón Bouzas. Su problema muchas veces ya no es la droga, que han dejado atrás, sino sus consecuencias. Fracaso escolar, familias que claudican, falta experiencia laboral, los años en blanco por cárcel. ¿Qué hacer?, se preguntan. 


Un círculo vicioso. La mayoría se confiesan en un callejón sin salida, como si su lucha para liberarse de las drogas, como si su paso por prisión, como si media vida en la calle, con la muerte acechando a diario, con el recuerdo de los horrores, de los caídos, de los que ya no están, de los que no estarán o los que están tan enfermos que apenas durarán... no hubiese servido para nada. La historia de David Reboredo es sólo la cara conocida de miles de sin nombre.

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